Será porque tenemos la misma edad, pero a mí la Constitución me pone, casi tanto como al presidente de Cantabria. Es más, el soniquete del 129.2 me erotiza más que un bolero.
En mi casa pocas fechas han sido tan señaladas como 1978. En apenas seis meses, mis padres tuvieron a su primer hijo, fue aprobada la Constitución y aparecieron los billetes de 5.000 pesetas. El orden de importancia lo pone cada uno.
Veintisiete años después, aquellos mil duros que daban para comprarse una lavadora ya no está en vigor. La Constitución sí, pero se convocan concentraciones para exorcizar los peligros que la acechan y así revindicar su vigencia. Espero que se refieran a todos sus artículos, del primero al último.
Confío en que tengan en mente, por ejemplo, el 47: “Todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna”, el 35: “Todos los españoles tienen el deber de trabajar y el derecho al trabajo, […] a una remuneración suficiente para satisfacer sus necesidades y las de su familia” o el 16: “Ninguna confesión tendrá carácter estatal”.
Lo digo porque yo también pongo reparos a ciertos artículos. Por ejemplo, el 27 me parece peligroso por abierto y ambiguo: “Los poderes públicos garantizan el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones”; y del 8 no te digo ná: “Las Fuerzas Armadas […] tienen como misión garantizar la soberanía e independencia de España, defender su integridad territorial y el ordenamiento constitucional”.
Pero insisto, la Constitución me gusta, me gusta la letra, me gusta la música y me gustan sus padres. Hombre, unos más que otros, prefiero antes a Herrero de Miñón o a Miquel Roca que a Fraga Iribarne, pero el tema se compensa cuando encuentro la mano de Jordi Solé Tura en el 129.2: “Los poderes públicos […] establecerán los medios que faciliten el acceso de los trabajadores a la propiedad de los medios de producción”. Verbo marxista en prosa constitucional, ¡eso sólo puede pasar en España!.
Lástima que esta Constitución sea una reglamentación férrea en lo político y desiderativa en lo económico, que si no me manifestaba con Rajoy todas las semanas. De todas maneras me sorprendo (positivamente) al contemplar como cambian las tornas en estos 27 años.
El 31 de octubre de 1978, cuando se votó en el Congreso de los Diputados el Proyecto de Constitución se manifestaron en contra sólo seis parlamentarios: 5 de AP y 1 de Euskadiko Ezkerra. Las abstenciones tampoco fueron numerosas: 7 de PNV, otras 3 de AP, 2 de UCD, 1 del Grupo Mixto y 1 de la Minoría Catalana. Hoy en día choca leer en el Diario de Sesiones como Fraga es el más beligerante contra el texto, mientras que Jordi Pujol o Xavier Arzalluz realizan una defensa del encuentro y la reconciliación.
Es más, Arzalluz exclama cosas como: “renunciamos a la constitucionalización de postulados férrreamente defendidos por todo nacionalista y aceptamos planteamientos ajenos y hasta contrarios a los nuestros“. Su discurso le valió los aplausos de buena parte del hemiciclo y el conocido grito de “Mal, muy mal” lanzado por Letamendia, el integrante de EE que había votado en contra.
Hoy aquella AP de sólo 16 escaños e insatisfecha con el texto constitucional es la casa madre del Partido Popular que abraza la Constitución. Sólo cabe así en un partido democrático de ámbito estatal, pero la Constitución no es sólo una letra, sino una música: idéntica flexibilidad de cintura es necesaria hoy como en 1978 para contrarrestar las ínfulas anticonstitucionalistas de otros y así tener en paz el baile. Desde luego, comportase como un novio celoso no parece la mejor forma de mostrar cariño.
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