Del encuentro de bailarines catalanes e israelíes surgió Tapeplas, una compañía creada con el empeño de renovar el claqué. Boom Bach es su primer espectáculo de gran formato y, por lo visto este viernes en el Chapí, todavía quedan muchos pasos que dar.
El tap dance, claqué para los lugareños, es un baile genuinamente americano asociado al jazz desde sus orígenes y popularizando por artistas que, como Fred Astaire, creaban su propio ritmo con ayuda de un calzado reforzado con una lámina de metal y una asombrosa habilidad para el zapateo. En nuestro país el claqué es un estilo poco ejercitado, por lo que la aparición de una compañía dedicada a este formato no deja de ser una buena noticia. Por cierto, no es extraña la procedencia barcelonesa de muchos de estos artistas, la ciudad condal es el reducto europeo del tap dance e incluso existe una asociación propia, organizadora de festivales y sesiones de improvisación, que preside Laia Molins, una de las actuantes del viernes.
La propuesta de Boom Bach es la de desdibujar fronteras: las que separan oriente de occidente, lo clásico de lo moderno o la música del baile, y ese ánimo de mestizaje se muestra a través de números sucesivos que transitan entre el sonido eléctrico a lo Mike Oldfield hasta el “Concierto para dos violines” de Johann Sebastian Bach, pasando por melodías mucho más mediterráneas. Para ello Tapeplas se vale de las coreografías de Sharon Lavi y la partitura de Yaron Engler, ambos israelíes e integrantes del grupo.
En la evolución de las escenas se evidencian constantes referencias actuales, como el uso de la percusión al estilo Mayumaná, ese grupo también de origen hebreo e igualmente abanderado del cosmopolitismo, y, sobre todo, el recurso al zapateo festivo que con gran éxito la formación Riverdance está llevando por todo el mundo. Sin embargo la excusa argumental aquí es ligerísima o quizás el interés por contarla, escaso.
Igualmente resultaron limitados la escenografía y el vestuario. Todo gris, oscuro, o peor, a veces muy claro, luminosísimo, siempre frío. El atrezzo de Tapeplas no dijo nada y el juego de luces, en manos de esta compañía, parece algo obligatorio antes que un vehiculo para la expresión. No hubo espectacularidad, ni emoción, ni mucha voluntad por transmitirla. Quizás al que escribe le falten claves para llegar a entenderlo todo, pero dio impresión de que éramos demasiados los voyeurs de butaca que no participamos de la fiesta y que, puestos a comparar con algo más cercano, como puede ser el flamenco, pensaríamos que lo mostrado el viernes no puede competir emocionalmente con la hondura de seguirillas o soleás.
Ante esa falta de contundencia en los distintos números musicales, el espectador se plantea si la compañía se ha propuesto dejar para lo último un grandioso fin de fiesta, pasando después a valorar que eso tampoco salvaría el conjunto y llegando a la constatación postrera de que ni eso: tampoco hay número final que lleve el ritmo al límite. En cambio lo que se propuso es un cierre basado en la pantomima, gracia que fue reída por cierto sector del público, para pasar después a un despedida de ovación alargada (saludaron uno a uno los ocho integrantes) y un bis que terminaba de justificar lo pagado en taquilla.
Pero no se equivoquen: la ejecución de los bailarines fue correctísima, son buenos profesionales, la carencia se encontraba más bien en el planteamiento de la obra, su ambientación y coreografía. Con seguridad el claqué puede dar más de sí, ahí está el musical hollywoodiense o lo que hacen otras compañías, pero lo cierto es que el espectáculo del viernes no supo mostrarlo. Diferente sensación dejaron las clases que los de Tapeplas ofrecieron en la academia DOCE: a la hora de mostrar pedagógicamente los mimbres de este baile no tienen ningún problema, salvedad que permite pensar en próximos montajes más complejos y entretenidos.
19 febrero 2007
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