La obra teatral que el pasado viernes albergó la Casa de Cultura estuvo convenientemente publicitada y contaba con el reclamo previo de buenos actores, un guión multipremiado y una adaptación cinematográfica de gran acierto. Sin embargo el resultado no fue el esperado.
Treinta y ocho personas, cuarenta contando a los dos actores, fuimos el total de congregados en el salón de actos de la Casa de Cultura. No se entiende muy bien y por eso buscamos explicaciones: ¿había saturación de actividades culturales?, ¿hubo muchos que reservaron su dosis de teatro para “El Método Gronholm” del día siguiente?, ¿quizás guardaban energías para el finalmente suspendido concierto de Josele Santiago?. Todo puede ser, incluso que una obra bienintencionada y que habla de la cara amable y cabal
En este caso la versión de “Ibrahim y las flores del Corán” venía precedida de indudables credenciales: premios Max al mejor actor y mejor adaptación teatral, y lo cierto es que pasada la desilusión de tanto espacio vacío, el panorama pintaba bien: la escenografía era completísima, cuidada y envolvente, al tiempo que la interpretación de Juan Margalló como viejo tendero musulmán se mostró acertada desde el primer momento. Sin embargo tampoco la representación cumplió todas las expectativas.
“Ibrahim…” es la historia de una relación entre seres humanos aparentemente distintos: un experimentado y tolerante musulmán y Momó, un joven y rebelde francés de origen judío. Juntos transitarán hacia el conocimiento mutuo, no sólo de sus caracteres, sino de su cultura y tradición. A lo largo de este viaje personal descubrimos que realmente comparten mucho: ambos son elementos marginales de su ambiente, seres válidos que buscan el aprecio común, ya sea el de la familia o el conjunto de la sociedad. Sin embargo el espectador no puede apreciar en vivo el afianzamiento de esa relación, si no que lo advierte a través de una voz en off que lo especifica. De esta manera se echa mano de un recurso narrativo más lógico en el lenguaje cinematográfico y que en el teatro sabe a oportunidad desaprovechada, más teniendo en cuenta que se trata de una obra corta y había tiempo para más.
Tampoco se entiende muy bien ese estatismo inicial de los actores o esos silencios que sugerían observación entre personajes pero que no se cuidan en el resto de tiempos. Por si fuera poco, dejar el peso de esta historia de amistad intergeneracional al efectismo de golpes de guión, dramáticos momentos que no desvelaremos, parece un medio un tanto forzado.
Por todo ello la lectura que se debe hacer de “Ibrahim y las flores del Corán” es la de una muestra directa y amable de la injusticia con la que actualmente se contempla todo lo islámico, al tiempo que se aboga por el imprescindible diálogo entre seres diferentes (ya sea por razón de origen, edad o experiencia). En suma, una valiosa intención de carácter universal que, precisamente por eso, necesitó de una respuesta más general en el patio de butacas.
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