13 febrero 2007

El método Grönholm: capitalismo a mi manera

Tres años en cartel, representaciones en una veintena de países y una acertada adaptación cinematográfica resultan logros asombrosos para un autor teatral vivo y contemporáneo. Más si el responsable del Grönholm no es ni sueco, ni inglés, ni alemán. Es Jordi Galcerán.

La obra se limita a una prueba de trabajo: la selección de un ejecutivo entre cuatro candidatos; pero lo que vemos en las dos horas de función son zancadillas, mentiras y tretas para ganar, más bien vencer, en una competición cuyo premio final no se sabe si merece la pena. Además el extraño método evidencia un enorme logro: provoca en el espectador, desde el primer momento, una correspondencia por uno u otro personaje, deseando así llegar primero a la meta aunque sea en solitario.


Por su crueldad, asusta comprobar que la historia de Galcerán no resulta improbable para nadie e incluso que su autor ha tenido ocasión de documentarse con verdaderos manuales de psicología. No extraña tampoco que la idea naciese de una anécdota real: en una papelera de Barcelona se encontraron las fichas de posibles candidatas a un puesto de cajera. Los comentarios del encargado de selección iban desde el machismo a la xenofobia, siempre sin abandonar la malevolencia. El hecho de poder otorgar un trabajo legitimaba su implacable brutalidad, algo que también aprendimos con la obra del sábado. No hay que olvidar que un sistema de selección es, en esencia, también un método de eliminación.

Artísticamente alegra comprobar como la película de Marcelo Piñeyro que adaptó en 2005 este guión logró enriquecer sustancialmente el argumento central, alargando el número de actores y la variedad de personalidades, al tiempo que la ferocidad de la competición. Aquel elenco en que figura lo mejor de la escena patria, de Carmelo Gómez a Eduard Fernández, pasando por Najwa Nimri, Adriana Ozores, Ernesto Alterio y Eduardo Noriega, parece hoy insuperable y añade insoportables comparaciones con la versión escénica, primigenia y más auténtica, pero falta de algunos de los aciertos cinematográficos.

Carlos Hipólito capitanea “El método” que pudimos disfrutar en el Chapí y, ciertamente, demuestra ser uno de los grandes. Es más, ayer mismo recibió el máximo galardón de la Unión de Actores precisamente por esta interpretación. No hay duda de lo bien que está en su papel, no hay exceso, entre otras porque su cinismo y competitividad parecen absolutamente reales, incluso envidiables (asústense por ello). Pero tras la comparación de versiones se advierte que la de la pantalla es un documental sobre la ley de la selva, un manual de supervivencia que no se circunscribe sólo a un despacho, mientras que la que se muestra sobre las tablas deviene en una historia personal, un drama individual que rompe con el hechizo general de que lo narrado nos puede pasar a todos.

“El método Grönholm” es, en suma, una acertada crítica al mercantilismo que fomenta la venta de personas y conciencias, con el añadido (y ese es uno de sus mejores méritos) de que el objetivo final realmente no salda el esfuerzo. Es, también, una crónica sobre los peligros del individualismo absoluto que, contradictoriamente, lleva a un ser humano a no controlar ni su vida ni la percepción que de ella tienen los demás. Es, en definitiva, una crítica social compleja y de ritmo acelerado, de manera que la lectura del público a veces se realiza a destiempo.

Lo digo en especial porque el público del Teatro Chapí, que completó el aforo, recibió la obra como una comedia y en algunos momentos pareció no entender la crueldad de lo narrado. En ello tiene mucho que ver el registro que ha elegido el director del montaje, Tamzin Townsend, que lanza guiños al público, como incluir en el reparto a Jorge Roelas, buscando primero el humor y luego helar la risa, pero para el que aquí escribe poca gracia le hacía comprobar que lo contado no era sólo puro teatro.

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